A menudo uno se pregunta de qué manera los japoneses perciben lo occidental, cómo se relacionan con un mundo que los atrae vertiginosamente pero por el que sienten a la vez una inevitable distancia, en ocasiones con dosis de desagrado. Esto que digo no es privativo de los japoneses: todos reaccionamos de forma parecida ante la diferencia cultural. ¡Comen pescado crudo!, ¡Al té le echan azúcar!: son formas de intercambiar opiniones sobre gustos (y disgustos) relativos a lo ajeno. Filias y fobias se reparten equitativamente a lo largo y a lo ancho del planeta, siguiendo reglas que han sido estudiadas por la antropología y que revelan similitudes sorprendentes de una antípoda a otra.
Nosotros y ellos. Razonemos en base a un ejemplo concreto: el modo como un(a) estudiante elige tema para una tesis de postgrado o doctorado da una pista certera sobre dos fenómenos que al investigador le conviene tomar en cuenta:
- cómo mira al “otro” que estudia (los resultados de dicha mirada constituirán la parte explícita de su pesquisa);
- cómo se imagina a sí misma/o, o más bien a “su” cultura de origen (esta parte a menudo la deja implícita, salvo que un tutor avezado alerte al doctorando sobre los riesgos especulares de toda investigación en ciencias sociales).
“Ellos” (los nipones) usualmente se quedan patitiesos cuando ven aterrizar en Japón a “occidentales” deseosos de estudiar la técnica del Bonsai, la orientación militarista larvada de algunos sectores del Zen, el declive de la devoción popular por el Emperador, las políticas de asimilación de la otrora estigmatizada casta Burakumin. Les sorprende que temas de este tipo a ellos mismos los dejen bastantes indiferentes: ¿cómo los vemos nosotros (occidentales) a ellos (japoneses), ya que elegimos observarlos mediante ángulos que para ellos resultan desconcertantes?
En equilibrada correspondencia, “nosotros” (los de acá) tal vez esperamos que una joven doctoranda nipona se encandile con el tango, el mate, las barras bravas, la mitología borgiana, Evita Perón, el Che Guevara. Pero nos deja pensativos cuando decide centrarse en la migración sefaradí a Buenos Aires. La cavilación se hace más intensa cuando la chica, de 25 años, explica que ya estuvo en Marruecos, Israel y Palestina, aprendiendo rudimentos de idish y árabe dialectal, mientras calibraba las inequidades sociales y de trato que caracterizan la relación entre las dos: ¿etnias? ¿religiones? ¿culturas?
Dos datos para mitigar nuestra inicial sorpresa:
- En los años sesenta, se publicó en Japón un libro escrito por un japonés (con apodo judío, del tipo Shlomo Benami), en el cual comparaba punto por punto a los judíos con los japoneses: mentalmente insulares, de funcionamiento social clánico, valorizadores extremos de la escritura, con conciencia de ser pequeños y estar rodeados por gigantes no siempre muy amistosos. El libro obtuvo éxito y dejó a unos cuantos pensando (he perdido la referencia).
- Desde los años setenta, Japón ha practicado una diplomacia pro-árabe guiada, pongamos que a partes iguales, por necesidades petroleras inmediatas y por la generosa simpatía que en Japón siempre han despertado aquéllos que se oponen al predominio de la raza blanca del hemisferio norte.
“Nosotros” elegimos mirarlos mediante prismas que “ellos” a menudo consideran extrínsecos o poco relevantes. “Ellos” nos miran a través de un filtro que muchos considerarían minoritario, folklórico, en todo caso idiosincrático. Por eso aplaudo la llegada a Buenos Aires de la joven Aya. La estimulo a que pida la ayuda que necesite, porque necesitará apoyo. A la vez espero que su mirada nos ayude a modificar en algo la que tenemos sobre nosotros mismos. Esa es la paradójica posibilidad que continuamente abre ante nosotros la antropología: que otros digan algo sobre cómo somos (con suerte, mejor que nosotros mismos).
sábado, 20 de febrero de 2010
24 febrero 2010: Pesquisa nipona sobre inmigración judía a Buenos Aires
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