El sexto sentido del zen
Sobre: Zen I. Ruta hacia Occidente, Bajo la
luna, 329 págs.
por Matías
Serra Bradford, Diario Perfil
** Sería ir en contra
del espíritu del zen decir que este libro viene a llenar un hueco, pero es lo
cierto y es lo que hace. Los lectores que agradecerán este libro tal vez han
conocido el zen a través de la literatura: Los
vagabundos del Dharma de Jack Kerouac, Seymour
una introducción de J.D. Salinger, tenues y gratos poemas de Gary Snyder y
Philip Whalen, intensos libros de Peter Matthiessen. O, sin saberlo, a través
de las novelas de Kawabata y Tanizaki, de Yasushi Inoué y Natsume Soseki. O se
han acercado, desde luego, a los libros de D.T. Suzuki o a poetas del haiku,
para entender que el zen no es una religión sino una disciplina, acaso la más
suelta y rigurosa. (Si esto suena contradictorio, una de sus búsquedas –en el
zen no conviene hablar de objetivos– es la de superar las dicotomías para
llegar al dualismo levemente risueño.)
** Quiera o no, Alberto
Silva empezó su obra sobre el zen con El
libro del haiku, excelente antología que parece haber sido –como un ejercicio
zen– una preparación para otra cosa (o para nada, pero una preparación al fin).
Si un solo libro sobre zen debería ser suficiente, leer haikus equivale a leer
la literatura entera. Al haiku se lo relee una y otra vez, y a diferencia de
otras relecturas se lo relee enseguida, porque el lector sufre la impresión,
como en el zen, de haberse perdido algo. En Zen
I. Ruta hacia Occidente, Silva tiene la delicadeza, el tino y la astucia de
citar poetas, no necesariamente japoneses, o que no creíamos tales, como Juan
L. Ortiz, José Lezama Lima o René Char. Es que un buen poeta de la paradoja, y
de la imagen elíptica y desconcertante, pasa por maestro zen.
** Se ha dicho que el
zen no puede transmitirse por medio de las palabras de otro. Ya un maestro
antiquísimo había advertido que aquel que intenta comprender a través de
palabras ajenas está rascándose el zapato mientras que lo que le arde es el
pie, y diversos maestros destruyeron textos para no convertir al zen en “un
libro ilustrado”. De lo mejor del ensayo de Silva es justamente el nudo de la
cuestión, los comentarios sobre “koan” –una pregunta paradójica que pone a
prueba la comprensión habitual– y sobre
“zazen”, la meditación sentada en busca del propio ritmo respiratorio
para pacificar la mente.
** Para Silva, el
encuentro maestro-discípulo es el “núcleo más selecto, intenso y misterioso del
zen… Dogen inaugura una concepción si se quiere emotiva del maestro espiritual:
alguien que te quiere bien”. Era Dogen el que sugería: “recibe la enseñanza del
maestro como si se vertiera agua de un recipiente a otro”. A propósito, uno de
los capítulos más interesantes –junto al dedicado al experto en la nada Kitaro
Nishida y la Escuela de Kioto– repasa el éxodo de estudiantes de filosofía
japoneses que migraron a Alemania. Dice Silva que “esta especialización
germanista del pensamiento académico japonés duraría hasta bien avanzada la
segunda mitad del siglo XX”. Es algo que Mircea Eliade les reprochaba a los
nipones durante una visita a la isla: “ustedes están provincializándose”. La
figura que aunó todo ese interés fue Martin Heidegger, que decía sobre Lacan
–sujeto del último capítulo– “me parece que el psiquiatra necesita un
psiquiatra”. (La afinidad entre la cultura germana y la nipona casi siempre
tomó caminos inesperados: hace un tiempo que tradicionales marcas alemanas de
instrumentos de escritura fabrican algunos de sus modelos únicamente en Japón.)
** Practicar el zen
–intentarlo– en ciertos contextos, en ciertos lugares, más que una fantasía o
una utopía, es una hazaña. (La mudanza del Alberto Silva, de Kioto a Buenos
Aires, tal vez haya buscado poner a prueba esta disciplina en el contexto menos
favorable posible.) En el mundo ideal, este libro podría tener consecuencias,
modestas pero definitivas, para la vida y la literatura argentina. (Dicho esto,
es oportuno recordar lo que repite Silva: “en el zen al oyente siempre le
aconsejan que se tome con calma lo que acaba de escuchar”.) Cuando Silva recuerda
la definición de karate como el arte de la mano vacía –una mano que no empuña
armas–, en que el practicante se vuelve peligroso justo cuando parece
desequilibrado, podría estar hablando, de un modo a todas luces oriental, de la
escritura. Valdría la pena preguntarse qué es la escritura como quien se
pregunta qué es el zen, y responder como lo hacen los maestros, con una frase o
una historia que fuera un acertijo: “cuando estás rastrillando el jardín, estás
rastrillando tu propia mente”. En el camino, se tiene la impresión de que uno
de los umbrales del zen –la concentración o la reverencia, por ejemplo– debería
llevarnos a todas las otras virtudes. Y de que en medio de torpezas y
sinsentidos, cualquier persona puede ofrecer un momento zen que sirva a otro de
ejemplo, así sea en el modo de tirar un avión de papel.
(Publicado en el
diario Perfil, Buenos Aires, el 4 de noviembre de 2012)
ESte artículo me pareció tan rico y tan bello...
ResponderEliminarAgradezco a su autor por lo que enseña, en la biblioteca de mi ciudad encontré el libro de kerouac,Los vagabundos del Dharma, con las páginas unidas, edición 1960.Seré la primera en leerlo.
Gracias.
María cora
mariacorbea@hotmail.com
Ahora descubro que quien publica el artículo es el autor del libro que ya encargué: El libro del Haiku, por ahí comenzaré...y seguiré.Mi búsqueda es errática.Por eso me encantó que llegara, casualmente, el diario que contenía éste regalo a mis manos
ResponderEliminarGracias nuevamente
María Cora